24 Jun
24Jun


Si las cavernas fueron refugio de la naturaleza y dieron origen a las viviendas como espacios preservados, los bares se nos antojan, siglos después, como refugio de las viviendas y de lo predecible, volviendo al azaroso encuentro prehistórico con la selva, esta vez, de asfalto.

El bar es la consagración de la socialización y en algunos casos, el escenario donde se intentan aparcar las mil y una miserias de cada cual, escurridas como bayetas de cocina, entre las paredes transparentes de los vasos, esos ”amigos de conveniencia”. Los hay que esperan de los bares, se conviertan en proscenio mágico de la semana, del mes, del año, en forma de aparición milagrosa (como virgen enrocada) de la mujer de su vida, o del sempiterno príncipe azul; en forma de alegría compartida, charla distendida, encuentro inesperado... el bar es un buen lugar para escribir un poema dictado por el propio paisaje de la ciudad... es cielo e infierno, ilusión y desencanto, salud y enfermedad, expresión de la más rabiosa actualidad o de la más rancia de las actitudes... todo cabe en éste territorio que palpita y que bien conoce el pueblo, y más si cabe, el ibérico.

De todas las posibilidades estilísticas de los locales de ocio y consumo etílico (infinitas) el que más me llama la atención por sus posibilidades poéticas, es el "bar de barrio", aislado de las muchedumbres, en periferia, imperturbable a las modas sociales...

- La cabeza visible del bar de barrio es el camarero. El que reparte la suerte. Lo primero que llama la atención por comparación con respecto, por ejemplo, a los pubs nocturnos o los bares de pinchos, es la actitud mucho menos acelerada, menos presionada. Es una actitud de asimilación de la naturaleza humilde de su empresa, sin demasiadas pretensiones de enriquecimiento, más cercana a la labor social que al negocio, al puesto de socorro que a templo de ocio.

Aquí los tragos son cortos, como los de los enfermos de hospital ingiriendo su pastilla en vaso de plástico de chupito, los cafés reconstituyentes, la televisión el fondo ambiental apenas audible y los servicios, una mera exigencia administrativa. El tiempo pasa despacio, los clientes gotean y los recursos para que todo esto no acabe con el barman pasa por la “vocación de barrio” (como el tendero, el párroco...), la paciencia, una personalidad asentada en una falta de ambición que en éste caso se convierte o es, una cualidad providencial primordial para sobrellevar el día a día.

El bar de barrio depende menos de la simpatía forzada o el protocolo personal, ya que se nutre básicamente del cliente “de toda la vida”. En la idea de “vida eterna” de sus usuarios, apenas se plantean el futuro desde el punto de vista de la innovación o renovación, tanto de producto como de identidad.

- Los botelleros. La botella (no Ana). Aparte de esencial contenedor de líquido, objeto cargado de estética donde los haya, desde el propio color del jugo, hasta sus formas o las etiquetas... dispuestas en formación, configuran la infantería, la primera línea de fuego al choque con los parroquianos más beligerantes. La botella, como el poder, posee su erótica, una capacidad de seducción que puede llegar a ser peligrosa y que, en muchos casos, también se posiciona como el elemento decorativo de destaque potenciando el valor visual del lugar con sus formas y diseños. Un botellero ordenado, añejo, especializado (cervezas, vinos, vermouths...) dota de carisma al local y en ese caso, la suciedad, el polvo acumulado y el desaseo nos transmite más respeto que repulsión: como los sarcófagos en los museos.

Imágenes: de cabecera, bar Marsella; en el contenido, bar La Concha (local homenaje a Sara Montiel) ambos en Barcelona.

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